EL CASCANUECES Y EL REY DE LOS RATONES
LA VICTORIA
No había transcurrido mucho tiempo cuando María se despertó, una noche
de luna. por un ruido extraño que parecía salir de un rincón de su cuarto. Era
como si tiraran y rodasen piedrecillas y como si al tiempo sonasen unos
chillidos agudos.
¡Los ratones. los ratones! exclamó María, asustada. Y pensó en
despertar a su madre; pero cesó cl ruido y no se atrevió a moverse.
Por fin vio cómo el rey de los ratones trataba de pasar a través
de una rendija y cómo lograba penetrar en el cuarto. con sus siete coronas y
sus ojillos chispeantes. y de un salto se colocaba en una mesita junto a la
cama de María. ¡Hi... hi... hi..., dame tus confites..., dame tu mazapán linda
nina...: si no, morderé a tu Cascanueces," Así decía cl rey de los ratones
en sus chillidos, rechinando al mismo tiempo los dientes de un modo espantoso y
desapareciendo a los pocos momentos por el agujero, María se angustió tanto con
aquella aparición que al día siguiente estaba pálida y ojerosa y, muy
conmovida, apenas se atrevía a pronunciar palabra.
Cien veces pensó quejarse a su madre, a Luisa o, por lo menos, a
Federico de lo que le había ocurrido; pero penso:
No me van a creer y además se van a reír de mí.
Comprendía claramente que para salvar a Cascanueces tenía que dar
confites y mazapán, y a la noche siguiente colocó cuanto poseía en el borde del
armario.
Por la mañana, la consejera de Sanidad dijo:
Yo no sé por dónde entran los ratones en la casa: pero mira,
María, lo que han hecho con tus confites: se los han comido todos.
Así era en efecto. El mazapán relleno no había sido del gusto del
glotón rey de los ratones. de suerte que sólo lo había roído con sus dientes
afilados y. por tanto, no había más remedio que tirarlo. María no se preocupó
para nada de sus golosinas; al contrario, mostrábase muy contenta porque creía
haber salvado así a su Cascanueces. Pero cuál no sería su susto cuando a la
noche siguiente volvió a oír chillar junto a sus oídos. E! rey de los ratones
estaba otra vez allí, y sus ojos brillaban más asquerosos aún que la noche
anterior, y rechinaba los dientes con más fuerza, diciendome, me tienes que dar azúcar. . . y tus
muñecas de goma, niñita, pues si no morderé a tu Cascanueces." Y en cuanto
hubo pronunciado tales palabras desapareció por el agujero.
María quedó afligidísima. A la mañana siguiente fue al armario y
contempló sus muñecos de azúcar y de goma. Su dolor era muy explicable. porque
no te puedes imaginar, querida lectora, las figuritas tan monas de azúcar y de
goma que tenía María Stahlbaum, Además de un pastorcillo muy lindo, con su
pastorcita, y un rebaño completo de ovejitas blancas como la leche, que pastaba
acompañado de un perro saltarin y alegre, había dos carteros con cartas en la
mano y cuatro parejas de jovenzuelos y muchachitas vestidos de colorines, que
se balanceaban en un columpio ruso. Detrás de unos bailarines asomaba el
granjero Tomillo con Ja Doncella de Orleans, los cuales no eran muy del agrado
de María; pero en el rinconcito estaba un nene de mejillas cobradas. su
predilecto. Las lágrimas asomaron a los ojos de la pobre María.
¡Ay! exclamó dirigiéndose al Cascanueces. Querido señor
Drosselmeier, ¿qué no haría yo por salvarlo? Pero, la verdad, esto es demasiado
duro.
Cascanueces tenía un aspecto tan triste, que María, que creía ver
al repugnante rey de los ratones con sus siete bocas abierias lanzándose sobre
el desgraciado joven, decidió sacrificarlo todo.
Aquella noche colocó todos sus muñecos de azúcar en el borde de!
armario, como hiciera Ia noche anterior con los confites Besó al pastor y a la
pastora, a los borreguitos y. por último cogió a su predilecto, el muñequito de
munequito de goma de los carrillos colorados colocándolo detrás de todos. El
granjero Tomillo y la Doncella de Orleáns ocuparon la primera línea.
Esto es demasiado dijo la conse¡era de Sanidad a la mañana
siguiente. Debe de haber anidado en el armario algún ratón grande y hambriento,
pues todos los muñecos de azúcar de la pobre María están roídos y deshechos.
María no lograba contener las lágrimas, pero al fin consiguió
sonreír, pues pensó: "Con esto, seguramente, estará salvado
Cascanueces."
Cuando por la noche la señora contaba al magistrado la fechoría y
manifestaba su creencia de que en el armario debía de esconderse un ratón, dijo
su marido:
Es terrible que no podamos acabar con el asqueroso ratón que se
oculta en el armario y se come todas las golosinas de María.
Mira exclamó Federico muy satisfecho: el panadero de abajo tiene
un magnífico consejero de legación gris; voy a subirlo; él pondrá las cosas en
orden y se comerá al ratón, aunque sea la misma señora Ratona o su hijo el rey
de las siete cabezas.
Sí, repuso la madre riendo, y se subirá encima de las sillas y de
las mesas, y tirará los vasos y las tazas, y hará mil fechorías por todas
partes.
De ninguna manera, replicó Federico. El gato del panadero es muy
hábil; ya quisiera yo saber andar con tanta suavidad como él por los tejados.
No traigáis un gato por la noche exclamó Luisa. que no podía
sufrir a tales animalitos.
Realmente, dijo el padre, Federico tiene razón; pero también
podemos colocar una ratonera. ¿No tenemos alguna?
Nos la puede hacer el padrino, que es el inventor de ellas dijo
Federico.
Todos rieron la ocurrencia; y ante la afirmación de la madre de
que en la casa no había ninguna ratonera, declaró el magistrado que él tenía
varias, y se fue en seguida a su casa a buscar una de las mejores.
Federico y María recordaban el cuento de la nuez dura. Y cuando
la cocinera preparaba el tocino, María comenzó a temblar y a estremecerse, y
dijo:
Señora reina, tenga cuidado con la señora Ratona y su familia.
Y Federico, desenvainando su sable, exclamó:Que vengan, si
quieren, que yo los espantare.
Todo permaneció tranquilo debajo del fogón. Cuando el magistrado
hubo concluido de poner el tocino en el hilo y colocó la ratonera en el
armario, díjole Federico: Ten cuidado, padrino relojero, no vaya a ser que cl
rey de los ratones te juegue una mala pasada.
¡Qué mal lo pasó María a la noche siguiente! Una cosa fría como
cl hielo le tocaba en el brazo, posándose asquerosa en sus mejillas y chillando
a su oído. FI repugnante rey de los ratones estaba sobre su hombro, y babeaba
de color rojo sanguinolento por sus siete bocas abiertas, y castañeteando y
rechinando sus dientecillos murmuraba al oído de María: ¡Ssss... sss...!; no
iré a la casa... no iré a comer. . .
no caeré en la trampa..., ¡sss!. . . dame tu libro de estampas... y además tu
vestidito nuevo, y si no, no te dejaré en paz. Has de saber que si no me haces
caso morderé a Cascanueces.
María, quedóse muy triste y apesadumbrada y por la mañana estaba
palidísima cuando su madre le comunicó:
El pícaro ratón no ha caído.
Y suponiendo la buena señora que la causa de la tristeza de María
era la pérdida de sus golosinas, añadió;
Pero, pierde cuidado, querida mía, que ya lo cogeremos. Si no
valen las ratoneras, acudiremos al gato gris de Federico.
En cuanto María se vio sola en la habitación, acercóse al armario
de cristales y, suspirando, dijo al cascanueces:
Querido señor Drosselmeier: ¿que puede hacer por usted esta
desgraciada niña? Si le doy al asqueroso rey de los ratones mis libros de
estampas y el vestidito que me trajo el Niño Jesús, me seguirá pidiendo cosas
hasta que no tenga ya nada que darle, y me muerda a mí en vez de morderle a
usted. ¡Pobre de mí! ¿Qué haré . . ., qué haré?
Llorando y lamentándose, la pequeña María notó que de la noche
famosa le quedaba al Cascanueces una mancha de sangre en el cuello. Desde el
momento en que María supo que el Cascanueces era el joven Drosselmeier, el
sobrino del magistrado, no lo llevaba en brazos ni lo besaba ni acariciaba; es
más; por una especie de respeto, ni se atrevía a tocarlo. Este día, sin
embargo, lo tomó con mucho cuidado de la tabla en que estaba y comenzó a
frotarle la mancha con su pañuelo. Qué emoción la suya cuando observó que
Cascanueces adquiría calor en sus manos y empezaba a moverse.
Muy de prisa volvió a ponerlo en el armario, y entonces oyó que
decía muy bajito:
Querida señorita de Stahlbaum, respetada amiga mía, cómo le
agradezco todo!.. No, no sacrifique usted sus libros de estampas ni su vestido
nuevo...; proporcióneme una espada..., una espada; lo demás corre de mi cuenta.
Aquí perdió Cascanueces el habla; y sus ojos, que adquirieran
cierta expresión de melancolía, volvieron a quedarse fijos y sin vida.
María no sintió el menor miedo; antes por el contrario, tuvo una
gran alegría al saber un medio para salvar al Cascanueces sin mayores
sacrificios. Pero ¿de dónde podría sacar una espada para el pobre pequeño?
Decidió tomar consejo de Federico; y por la noche, luego de haberse retirado
los padres y sentados los dos junto al armario, le conté todo lo que le había
ocurrido con el Cascanueces Y con el rey de los razones y la manera como creía
poder salvar al primero. Nada preocupó tanto a Federico como el saber lo mal
que sus húsares se portaron en la batalla. Preguntó de nuevo a su hermana si
estaba segura de lo que afirmaba, y cuando María le dio su palabra de que
cuanto decía era la verdad, acercóse Federico al armario de cristales, dirigió
a sus húsares un discurso patético y, para castigarlos por su cobardía y su egoísmo,
les quitó del quepis la divisa y les prohibió tocar la marcha de los húsares de
la Guardia durante un año. Después que hubo ordenado el castigo volvióse a
María y le dijo:
En cuanto a lo del sable, yo puedo ayudar a Cascanueces. Ayer
precisamente he retirado a un coronel de coraceros, concediéndole una pensión,
y, por tanto, va no necesita espada.
El susodicho coronel disfrutaba su retiro en el más oculto rincón
de la tabla superior; allí fueron a buscarlo. Le quitaron cl sable, con
incrustaciones de plata, y se lo colgaron a Cascanueces.
María no pudo dormir aquella noche de puro miedo. A eso de las
doce parecióle oír en el gabinete ruidos extraños, De pronto oyó un chillido.
¡El rey de los ratones! ¡El rey de los ratones! exclamó María; y
saltó de la cama horrorizada.
Todo estaba en silencio; pero a poco llamaron suavemente a la
puerta y escuchóse una vocecilla tímida:
Respetada señorita de Stahlbaum, abra sin miedo. .. Le traigo
buenas noticias.
María reconoció la voz del joven Drosselmeier. Echóse el vestido
y abrió la puerta. Cascanueces estaba delante de ella, con la espada
ensangrentada en la mano derecha y una bujía en la izquierda. En cuanto vio a
María, puso la rodilla en tierra y dijo:
Vos, señora, habéis sido ja que me habéis animado y armado mi
brazo para vencer al insolente que se había permitido insultaros. Vencido y
revolcándose en su sangre yace el traidor rey de los ratones. Permitid, señora.
que os ofrezca el trofeo de la victoria y dignaos aceptarlo de manos de vuestro
rendido caballero.
Y al decir estas palabras dejó ver las siete coronas de oro del
rey de los ratones, que llevaba en el brazo izquierdo, entregándoselas a la
niña, que las tomó llena de alegría.
Cascanueces se puso en pie y continuó: Respetada señorita de Stahlbaum:
ahora que mi enemigo está
vencido, tendría sumo gusto en mostrarle una porción de cosas
bellas si tiene la bondad de seguirme unos pasos. Hágalo, hágalo, querida
señorita.