EL CASCANUECES Y EL REY DE LOS RATONES
CONCLUSIÓN
¡flrr. . ., ¡pum!... María cayó de una altura inconmensurable. . -
iQué sacudida!. - - Pero abrió los ojos y se encontró en su camita; era muy de
día, y su madre estaba a su lado, diciendo:
Vamos, ¿cómo puedes dormir tanto? Ya hace mucho tiempo que está
el desayuno.
Comprenderás, público respetable, que María, entusiasmada con las
maravillas que viera, concluyó por dormirse en el salón del palacio de Mazapán,
y que los negros, los paje; o quizá las princesas mismas la trasladaron a su
casa y la metieron en la cama.
Madre, querida madre, no sabes dónde me ha llevado esta noche el
señor Drosselmeier y las cosas tan lindas que me ha enseñado.
Y contó a su madre todo lo que yo acabo de referir; y la buena
señora maravillóse no poco.
Cuando María acabó su relación, dijo su madre-
Has tenido un sueño largo y bonito, pero procura que se te quiten
esas ideas de la cabeza.
María, testaruda, insistía en que no había soñado y que en
realidad vio todo lo que contaba. Entonces su madre la tomó de la mano y la
condujo ante el armario, donde enseñándole el Cascanueces, que, como de costumbre,
estaba en la tercera tabla, le dijo:
¿Cómo puedes creer, criatura, que este muñeco de madera de
Nuremberg pueda tener vida y movimiento?
Pero, querida madre, repuso María, yo sé muy bien que el pequeño
Cascanueces es el joven Drosselmeier de Nuremberg, el sobrino del magistrado.
El consejero de Sanidad y su mujer soltaron la carcajuda.
¡Ah. dijo María casi llorando. No te rías de mi Cascanueces,
querido padre, que ha hablado muy bien de ti; precisamente cuando me presentó a
sus hermanas las princesas en el palacio de Mazapán dijo que eras un consejero
de Sanidad muy respetable.
Mayores fueron aún las carcajadas de los padres. a las que se
unieron las de Luisa y Federico.
María se metió en su cuarto, sacó de tina cajita las siete
coronas del rey de los ratones y se las enseñó a su madre. diciendo:
Mira, querida madre aquí están las siete coronas del rey de los
ratones que me entregó anoche el joven Drosselmeier como trofeo de su victoria.
Muy asombrada contempló la madre las siete coronitas, tan
primorosamente trabajadas en un metal desconocido que no era posible estuviesen
hechas por manos humanas. El consejero de Sanidad no podía apartar la vista de
aquella maravilla, y ambos, el padre y la madre, insistieron con María en que
les dijese de dónde había sacado aquellas coronas. La niña sólo pudo responder
lo que ya había dicho, y como quiera que su padre no la creyese y le dijera que
era una mentirosa. comenzó a llorar amargamente, diciendo:
¡Pobre de mí! ¿Qué puedo decir yo?
En aquel momento abrióse la puerta, dando paso al magistrado. que
exclamó:
¿Qué es eso. qué es eso? ¿Por qué llora mi ahijadita? ¿Qué pasa'
El consejero dc Sanidad le entero de todo lo ocurrido.
enseñándole las coronitas.
En cuanto el magistrado las vio echóse a reír, diciendo:
¡Qué tontería, que tontería! Esas son las coronitas que hace años
llevaba yo en la cadena de reloj y que le regalé a María el día que cumplió dos
años. ¿No os acordáis?
Ni el consejero de Sanidad ni su mujer se acordaban de aquello;
pero María, observando que sus padres desarrugaban el ceño, echóse en brazos de
su padrino y dijo:
Padrino, tú lo sabes todo diles que Cascanueces es tu sobrino, el
joven de Nuremberg, y que es quien me ha dado las coronitas.
EI magistrado púsose muy serio y murmuró, tonterías,
extravagancias.
Entonces el padre tomó a María en brazos y le sermoneó:
Escucha. María a ver si te dejas de bromas y de imaginaciones; si
vuelves a decir que el insignificante y contrahecho Cascanueces es el sobrino
del magistrado Drosselmeier, lo tiro por el balcón y con él todas tus demás
muñecas, incluso a la señorita Clara.
La pobre María no tuvo mas remedio que callarse y no hablar de lo
que llenaba su alma, pues podéis comprender perfectamente que no era fácil
olvidar todas las bellezas que viera. El mismo Federico volvía la espalda
cuando su hermana quería hablarle del reino maravilloso en que fue tan feliz,.
llegando algunas veces a murmurar entre dientes'.
¡Qué estúpida!
Trabajo me cuesta creer esto último conociendo su buen natural;
pero de lo que sí estoy seguro es de que como ya no creía nada de lo que su
hermana le contaba. desagravié a sus húsares de la ofensa que les hiciera con
una parada en toda regla; les puso unos pompones de pluma de ganso en vez de la
divisa. y les permitió que tocasen la marcha de los húsares de la Guardia.
Nosotros sabemos muy bien cómo se portaron los húsares cuando recibieron en sus
chaquetillas rojas las manchas de las asquerosas balas.
A María no se le permitió volver a hablar de su aventura: pero la
imagen de aquel reino encantador la rodeaba como de un susurro dulcisimo y de
una armonía deliciosa; lo veía todo de nuevo en cuanto se lo proponía, y así,
algunas veces, en vez de jugar corno antes, se quedaba quieta y callada,
ensimismada, como si la acometiera un sueño repentino. Un día. el magistrado
estaba arreglando uno de los relojes de la casa.
María, sentada ante el armario de cristales y sumida en sus sueños,
contemplaba al Cascanueces; sin advertirlo, comenzó a decir:
Querido Drosselmeier: si vivieses, yo no haría como la princesa
Pirlipat; yo no te despreciaría por haber dejado de ser por causa mía un joven
apuesto.
El magistrado exclamó: Vaya, vaya. ¡qué tonterías!.
Y en el mismo momento sintiése una sacudida y un gran ruido, y
María cayó al suelo desmayada.
Cuando volvió en si su madre, que la atendía. dijo:
¿Cómo te has caído de la silla siendo ya tan grande? Aquí tienes
al sobrino del magistrado, que ha venido de Nuremberg. . . ; a ver si eres
juiciosa.
María levantó la vista. El magistrado se había puesto la peluca y
su gabán amarillo y sonreía satisfecho; en la mano tenía un muñequito pequeño,
pero muy bien hecho: su rostro parecía de leche y sangre; llevaba un traje rojo
adornado de oro', medias de seda blanca y zapatos y en la chorrera un ramo de
flores; iba muy rizado y empolvado, y a la espalda colgábale una trenza; la
espada, colgada de su cinto, brillaba constelada de joyas, y el sombrerillo que
sostenía debajo del brazo, era de pura seda. Demostraba sus buenas costumbres
en que había traído a María una infinidad de muñequitos de mazapán y todas las
figuritas que el rey de los ratones se comiera. A Federico también le traía un
sable. En la mesa partió con mucha soltura nueces para todos; no se le
resistían ni las más duras; con la mano derecha se las metía en la boca, con la
izquierda levantaba la trenza y. . . ¡crac! la nuez se hacía pedazos.
María se puso roja cuando vio al joven, y más roja aún cuando,
después de comer, el joven Drosselmeier la invitó a salir con él y a colocarse
junto al armario de cristales.
Jugad tranquilos, hijos míos dijo el magistrado; como todos mis
relojes marchan bien, no me opongo a ello.
En cuanto el joven Drosselmeier estuvo solo con María hincóse de
rodillas y exclamó:
Distinguidísima señorita de Stahlbaum: aquí tiene a sus pies al
feliz Drosselmeier, cuya vida salvó usted en este mismo sitio. Usted, con su
bondad característica, dijo que no sería como la princesa Pirlipat y que no me
despreciaría si por su causa hubiera perdido mi apostura En el mismo momento
dejé de ser un vulgar Cascanueces y recobré mi antigua figura. Distinguida
señorita, hágame feliz concediéndome su mano; comparta conmigo re]no y corona;
reine conmigo en el palacio de Mazapán. pues allí soy el rey
María levantó al joven y dijo en voz baja:
Querido señor Drosselmeier: es usted un hombre amable y bueno, y
como además posee usted un reino simpático en el que la gente es muy amable y
alegre, le acepto corno prometido.
Desde aquel momento fue María la prometida de Drosselmeier Al
cabo de un año dicen que fue a buscarla en un coche de oro tirado por caballos
plateados. En las bodas bailaron veintiún mil personajes adornados con perlas y
diamantes, y María se convirtió en reina de un país en el que sólo se ven, si
se tienen ojos, alegres bosques de Navidad, transparentes palacios de Mazapán,
en una palabra. toda clase de cosas asombrosas.
Este es el cuento de EL CASCANUECES Y EL REY DE LOS RATONES.