EL CASCANUECES Y EL REY DE LOS RATONES

 

EL CUENTO DE LA NUEZ DURA

La madre de Pirlipat era esposa de un rey, y, por tanto, una reina, y Pirlipat fue princesa desde el momento de nacer. El rey no cabía en sí de gozo con aquella hijita tan linda que dormía en la cuna; mostraba su alegría exteriormente cantando y bailando y dando saltos en un pie y gritando sin cesar: "¡Viva!.. - ¡Viva! ¿Ha visto nadie una cosa más linda que mi Pirlipatita?".

Y los ministros, los generales, los presidentes, los oficiales de Estado Mayor, saltaban como el señor, en un pie, y decían; "No, nunca." Y hay que reconocer que en aquella ocasión no mentían, pues desde que el mundo es mundo no había nacido una criatura más hermosa que la princesa Pirlipat.

Su rostro parecía amasado con pétalos de rosa y de azucena y copos de seda rosada; los ojitos semejaban azul vivo, y tenía unos bellísimos bucles, iguales que hilos de oro. Además, la princesita Pirlipat había traído al mundo dos filas de dientecillos perlinos, con los que, a las dos horas de nacer, mordió en un dedo al canciller del reino, que quiso comprobar si eran iguales, obligándole a gritar:

 

"Oh! ¡Gemelos!", aunque algunos pretendían que lo que dijo fue: "¡Ay, ay!", sin que hasta ahora se hayan puesto de acuerdo unos y otros. En una palabra: la princesita Pirlipat mordió, efectivamente, al canciller en el dedo, y todo el encantado país tuvo pruebas de que el cuerpecillo de la princesa daba albergue al talento, al espíritu y al valor. Como ya hemos dicho, todo el mundo estaba contento menos la reina, que, sin que nadie supiese la causa, mostrábase recelosa e intranquila. Lo más chocante era que hacía vigilar con especial cuidado la cuna dé la princesa. Aparte de que las puertas estaban guardadas por alabarderos, a las dos niñeras destinadas al servicio constante de la princesa agregábanse otras seis que, noche tras noche, habían de permanecer en la habitación. Y lo que todos consideraban una locura, cuyo sentido nadie acertaba a explicarse, era que cada una de estas seis niñeras había de tener en el regazo un gato y pasarse la noche rascándole para que no se durmiese. Es imposible, hijos míos. que averigüéis el por qué la madre de Pirlipat hacia estas cosas; pero yo lo sé y os lo voy a decir.

 

Una vez reuniéronse en la Corte del padre de Pirlipat una porción de reyes y príncipes poderosos, y con tal motivo celebráronse torneos, comedias y bailes de gala. Queriendo el rey demostrar a sus huéspedes que no carecía de oro y plata, trató de hacer una incursión en el tesoro de la corona, preparando algo extraordinario. Advertido en secreto por el jefe de cocina de que el astrónomo de cámara había anunciado ya la época de la matanza, ordenó un banquete, metióse en su coche y se fue a invitar a reyes y príncipes, diciéndoles que deseaba fuesen a tomar una cucharada de sopa con él, con objeto de disfrutar de la sorpresa que habían de causarles los platos exquisitos. Luego dijo a su mujer:

 

"Ya sabes lo que me gusta la matanza." La reina sabía perfectamente lo que aquello significaba, y que no era otra cosa sino que ella misma, como hiciera otras veces, se dedicase al arte de salchichera. El tesorero mayor mandó en seguida trasladar a la cocina la gran caldera de oro de cocer morcillas y las cacerolas de plata, haciendo preparar un gran fuego de leña de sándalo; la reina se puso su delantal de damasco y al poco tiempo salía humeante de la caldera el rico olor de la sopa de morcilla, que llegó hasta la sala del Consejo donde se encontraba el rey. Este, entusiasmado, no pudo contenerse y dijo a los ministros: "Con vuestro permiso, señores míos", y se fue a la cocina; abrazando a la reina, meneó la sopa con el cetro y se volvió tranquilamente al salón

Había llegado el momento preciso en que el tocino, cortado en cuadritos y colocado en parrillas de plata, había de tostarse. Las damas de la Corte se marcharon, pues este menester quería hacerlo la reina sola, por amor y consideración a su augusto esposo. cuando empezaba a tostarse el tocino, oyóse una vocecílla suave que decía: "Dame un poco de tocino, hermana; yo también quiero probarlo; también soy reina; dame un poquito." La reina sabía muy bien que quien así hablaba era la señora Ratona, que tenía su residencia en el palacio real de muchos años atrás. Pretendía estar emparentada con la real familia y ser reina de la línea de Mausoleo, y por eso tenía una gran corte debajo del fogón. 'a reina era bondadosa y caritativa; no reconocía a la señora Ratona como reina y hermana suya, pero le permitía de buena gana que participase de los festines; así es que dijo: "Venga, señora Ratona; ya sabe usted que puede siempre probar mi tocino." En efecto, la señora Ratona se acercó, y con sus patitas menudas fue tomando trozo por trozo los que le presentaba la reina. Pero luego salieron todos los compadres y las tías de la señora Ratona, y también sus siete hitos, canalla muy traviesa, que se echaron sobre el tocino, sin que pudiera apartarlos del fogón la asustada reina. Por fortuna, presentóse la camarera mayor, que espantó a los importunos huéspedes, logrando así que quedase algo de tocino, el cual se repartió concienzudamente en presencia del matemático de cámara, tocando un pedacito a cada uno de ¡es embutidos.

Sonaron trompetas y tambores; todos los potentados y príncipes presentáronse vestidos de gala; unos en blancos palafrenes, otros en coches de cristales, para tomar parte en el banquete. El rey los recibió con mucho agrado, y, como señor del país, sentóse en la cabecera de la mesa, con cetro y corona. Cuando se sirvieron las salchichas de hígado, vióse que el rey palidecía y levantaba los ojos al cielo, lanzando suspiros entrecortados, como si le acometiera un dolor profundo. Al probar las morcillas echóse hacia atrás en el sillón, se tapé la cara con las manos y comenzó a quejarse y a gemir sordamente. Todo el mundo se levantó de la mesa; el médico de cámara trató en vano de tomar el pulso al desgraciado rey, que lanzaba lamentos conmovedores. Al fin, después de muchas discusiones y de emplear remedios eficaces, tules como plumas de ave quemadas y otras cosas por el estilo, empezó el rey a dar señales de recobrarse un poco, y, casi ininteligibles, salieron de sus labios estas palabras: "¡Muy poco tocino!" La reina, inconsolable, echóse a sus pies, exclamando entre sollozos: "¡Oh, augusto y desgraciado esposo mío! ¡Qué dolor tan grande debe de ser el tuyo! ¡A tus pies tienes a la culpable!...

¡Castígala, castígala con dureza! ¡Ay!... La señora Ratona, con sus siete hijos y sus compadres y sus tías, se han comido el tocino y la reina se desmayó sin decir más. Levantóse de su asiento el rey, lleno de ira, y dijo a gritos: "Camarera mayor, ¿cómo ha ocurrido esto?" La camarera mayor contó lo que sabía, y el rey decidió vengarse de la señora Ratona y de su familia, que le habían comido el tocino de sus embutidos.

Llamóse al consejero de Estado y se convino en formar proceso a la señora Ratona y encerrarla en sus dominios; pero como el rey pensaba que aun así seguirían comiéndosele el tocino, puso el asunto en manos del relojero y sabio de cámara. Este personaje, que precisamente se llamaba lo mismo que yo, Cristián Elías Drosselmeier, prometió al rey ahuyentar para siempre del palacio a la señora Ratona y a la familia valiéndose de un plan ingenioso. Inventó unas maquinitas al extremo de las cuales se ataba un pedazo de tocino asado, y Drosselmeier las colocó en los alrededores de la vivienda de la golosa. La señora Ratona era demasiado lista para no comprender la intención de Drosselmeier; pero de nada le valieron las advertencias y las reflexiones: atraídos por el agradable olor del tocino, los siete hijos de la señora Ratona y muchos parientes y compadres acudieron a las máquinas de Drosselmeier, y en el momento en que querían apoderarse del tocino veíanse presos en una jaula y transportados a la cocina, donde se los juzgaba ignominiosamente. La señora Ratona abandonó. con los pocos que quedaron de su familia, el lugar de la tragedia. La pena, la desesperación, la idea de venganza inundaban su alma. La Corte se alegró mucho; pero la reina se preocupaba, pues conocía a la señora Ratona y sabía que no había de dejar impune la muerte de sus hijos y demás parientes. Con efecto, un día que la reina preparaba un plato de bofes, que su augusto marido apreciaba mucho, apareció ante ella la señora Ratona y le dijo: "Mis hijos, mis tías. . ., toda mi parentela han sido asesinados; ten cuidado, señora, de que la reina de los ratones no muerda a tu princesita. Ten cuidado, " y, sin decir otra palabra, desapareció y no se dejó ver más. La reina se llevó tal susto que dejó caer a la lumbre el plato de bofes, y por segunda vez la señora Ratona fue la causa de que se estropease uno de los manjares favoritos del rey, por cuya razón se enfadó mucho. Pero hasta por esta noche; otro día os contaré lo que queda.

A pesar de que María, que estaba pendiente del cuento, rogó al padrino Drosselmeier que lo terminase, no se dejó convencer, sino que, levantándose, dijo.

Demasiado de una vez no es sano; mañana os contaré el final.

Cuando el magistrado se disponía a salir preguntóle Federico:

Padrino Drosselmeier, ¿es verdad que tú inventaste las ratoneras?

 

¡Qué pregunta más estúpida! exclamó la madre.

 

Pero el magistrado sonrió de un modo extraño y respondió en voz baja:

  

¿No soy un relojero hábil y no es natural que pueda haber inventado ratoneras?

 

 

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