POR FAVOR NO ME HAGAS DAÑO...
– Tienes una casa
muy bonita.
– Es una porquería. Puedes decirlo...,
no importa. ¿Seguro que no
quieres una cerveza o algo?
– Encanto, todo lo que quiero eres
tú. Ven y siéntate a mi lado. Aquí, en el sofá.
– Muy bien. Pero no me harás daño,
¿verdad?
– Vamos, querida... Tu nombre es
Tammy, ¿no?
– Tammy Johnson. Te lo he dicho al
menos tres veces en el bar.
– Eso es. Tammy. No recuerdo bien
las cosas después de haber bebido unas cuantas copas.
– Yo también bebí bastante y
recuerdo tu nombre. Bob. ¿Eh?
– Eso es, eso es. Bob. Pero ¿por qué
querría nadie lastimar a una dulce joven como tú, Tammy? Ya te dije en el bar
que te pareces a esa actriz de nombre raro. La de Ghost.
– Whoopi Goldberg.
– Oh, sí que eres graciosa. Graciosa
y hermosa. No, la otra.
– Demi Moore.
– Sí. Demi Moore. ¿Por qué querría
nadie hacer daño, a alguien que se parece a Demi Moore? Sobre todo después de
que me invitaste a venir a tu casa.
– No sé por qué. Nunca sé por qué.
Pero parece que los hombres acaban siempre haciéndome daño.
– Yo no, Tammy. Ni hablar. Ése no es
mi estilo. Soy amante, no luchador.
– ¿Cómo es que eres marino,
entonces? ¿No me dijiste que estuviste en la guerra del Golfo?
– Así fueron las cosas. Pero no
dejes que el uniforme te asuste. Soy amante de corazón.
– ¿Me amas?
– Si me dejas.
– Mi padre decía que me amaba.
– Oh, no creo que esté hablando de
ese tipo de amor.
– Bien. Porque no me gusta. Él decía
que me amaba y luego me hacía daño.
– A veces los niños necesitan un
cachete de vez en cuando. Sé que rni padre me amaba, pero de vez en cuando me
salía de la raya, como un clavo que empieza a soltarse de una valla, y entonces
tenía que zurrarme para que volviera a mi sitio. No creo que sea peor por ello.
– No hahlo de «cachetes», marinero.
Si quisiera hablar de «cachetes » lo diría. Estoy hablando de hacer daño.
Mi padre me lastimó muchas veces. Y lo hizo durante mucho, mucho tiempo.
– ¿Sí? ¿Y qué hacía para lastimarte?
– Cosas. Y me obligaba a hacer cosas
todo el tiempo.
– ¿Qué tipo de cosas?
– Sólo... cosas. Le tenía que hacer cosas.
Cosas para hacerle sentir bien. Luego me hacía cosas que decía me harían sentir
bien, pero me hacían sentirme sucia y pegajosa.
– Oh. Bueno; ¿,no se lo dijiste a tu
madre?
– Claro que sí. Muchas veces. Pero
nunca me creía. Siempre me decía que dejara de decir cosas sucias y entonces me
pegaba y me lavaba la boca con jabón.
– Eso es terrible. Pobrecita. Ven.
Apretújate contra mí. ¿Qué tal?
– Bien, supongo, pero lo que era
peor es que mi madre se lo decía a papá y entonces él se enfadaba y me lastimaba
de verdad. A veces era tan malo que yo pensaba en matarme. Pero no lo hice.
– Ya lo veo. Y me alegro
de que no lo hicieras. Qué despilfarro habría sido.
– No quiero hablar de mi
padre. Ya no está y apenas pienso en él.
– ¿Se marchó?
– No. Está muerto. Y
bien muerto. Tuvo un accidente en nuestra granja, hará unos siete años. Cuando
yo tenía doce o así.
– Es una lástima...,
creo.
– La gente dijo que fue un accidente
muy extraño. El gran neumático del tractor, que llevaba años guardado en el
granero, se soltó y le cayó en la cabeza. Le rompió el cuello por tres sitios.
– Vaya. Luego hablan de estar en el
lugar equivocado en el momento inoportuno.
– Sí. Mi madre decía que alguien
tenía que haber empujado el neumático, pero recuerdo que oí al hombre de la
compañia de seguros decir cuántos accidentes hay en las granjas. Accidentes
malos. De todas formas, papá vivió unas cuantas semanas en el hospital y luego
murió.
– Vaya. Pero hablemos de nosotros.
¿Por qué no...?
– Nadie pudo explicarlo. La máquina
que respiraba por él se desconectó. El enchufe se salió solo de la pared. Yo lo
vi cuando acababa de morir...; fui la primera en entrar en la habitación, de
hecho.
– Eso parece terrible.
– Lo fue. Espera, déjame
descorrer la cremallera. Sí, tenía la cara azul púrpura y los ojos rojos e
hinchados por haber intentado inspirar aire. Mi madre estuvo triste durante
algún tiempo, pero se recuperó. ¿Te gusta cuando te hago esto?
– Oh, nena, es
magnífico.
– Es lo que solía decir
papá. Oh, mira lo grande y dura que se te pone. Joe solía ponerse igual.
– ¿Joe?
– Sí. Poco después de que papá
muriera mi madre se hizo amiga de un hombre llamado Joe y poco después
empezaron a vivir juntos. Como decía, yo tenía unos doce años y Joe solía obligarme
a que le hiciera esto. Y luego me hacía daño.
– Lamento oírlo. No te
pares.
– No lo haré. La tuya es
muy grande. No como la de Joe. La tenía torcida. Tal vez por eso la suya me
lastimaba más que la de papá.
– ¿Cómo te libraste de
él?
– Oh, no lo hice. Tuvo
un accidente.
– ¿De verdad? ¿Otro
accidente de granja?
– No. Ya no vivíamos en
la granja. Vivíamos en una casa vieja en Lottery Canyon. Mi madre seguía
trabajando, pero todo lo que Joe hacía era jugar con su viejo Cadillac..., ya
sabes, el que tiene alerones.
– Sí. El del cincuenta y
nueve.
– Lo que sea. Siempre
estaba arreglándolo. Y siempre me hacía ayudarle...; ya sabes, estar presente y
ver lo que hacía y pasarle herramientas y las cosas que pedía. Me enseñó un
montón sobre coches, pero si no lo hacía todo bien, me lastimaba.
– Y apuesto a que casi nunca lo
hacías todo bien.
– No. Nunca. Ni una sola vez. ¿Cómo
demonios lo sabes?
– Una suposición
afortunada. ¿Qué le pasó por fin?
– Los viejos frenos del Caddy
se estropearon una noche cuando daba una de sus vueltas por la carretera del
cañón para ir a la tienda de licores. Se salió y cayó treinta metros.
– ¿Se mató?
– Sí, pero no
inmediatamente. Salió despedido y luego el coche le cayó encima. Se rompió las
piernas por treinta sitios. Pasó un rato antes de que nadie le echara en falta
y tardaron casi una hora en rescatarle. Y dicen que gritaba como un cerdo todo
el tiempo.
– Oh.
– ¿Pasa algo?
– Uh, no. En realidad, no. Supongo
que se lo merecía.
– Claro que sí. Pero no llegó al
hospital. Entró en shock cuando le quitaron el coche de encima y vio lo que
quedaba de sus piernas. Murió en la ambulancia. Pero espera..., déjame hacerte
esto. Hmmm. ¿Te gusta?
– Oh, Dios.
– ¿Eso significa que sí?
– ¡Será mejor que así lo creas!
– A mi novio le encantaba.
– ¿Novio? Eh, espera un momento...
– No te molestes ahora. Échate para
atrás y relájate. Mi ex novio. Muy ex.
– Será mejor que lo sea. No voy a
caer en ninguna trampa.
– ¿Trampa? ¿Qué quieres decir?
– Ya sabes...; tú y yo
nos enrollamos aquí y tu novio aparece y me despluma.
– ¿Tommy Lee? ¿Entrar aquí? Oh, hey,
no pretendía reirme pero Tommy Lee Hampton no aparecerá por aquí ni por ningún
otro sitio.
– No me digas que también ha muerto.
– No..., no. Tommy Lee está vivo
todavía. Sigue viviendo en la ciudad. Pero apuesto a que desearía no hacerlo. Y
apuesto que prefiriría haber sido más amable conmigo.
– Yo seré amable contigo.
– Eso espero. Tommy y Tammy...;
parecía que estábamos hechos el uno para el otro. A veces Tommy Lee era
realmente agradable conmigo. Muchas veces. Pero sólo cuando yo hacía lo que él
quería que hiciera. Como esto..., como lo que te estoy haciendo ahora. Me
enseñó esto y me enseñó a hacérselo todo el tiempo.
– Puedo entender por qué.
– Sí, pero quería que se
lo hiciera en público. Y otras cosas. Como cuando íbamos en el coche quería que
yo...; mira, te lo demostraré...
– ¡Oh..., Dios... mío!
– Eso es lo que él decía
siempre. Pero quería que se lo hiciera, cuando circulábamos junto a uno de esos
grandes camiones para que el conductor pudiera vernos. O junto a un autobús
Greyhound. O en un semáforo. O en un ascensor...; ¿quién sabe cuándo iba a
pararse y quién entraría cuando se abrieran las puertas? Soy una chica
encantadora, ¿no? Pero no soy de ese tipo de chicas. En absoluto.
– Parece que es un
psicópata.
– Creo que lo era.
Porque si no le hacía lo que quería, entonces se enfadaba y se emborrachaba, y
me hacía daño.
– Otro no.
– Sí. ¿Puedes creerlo?
Desde luego, tengo una mala suerte total. También le daba a las drogas. Siempre
esnifando algo o tragándose una píldora tras otra, siempre intentando meterme
en las drogas con él. Quiero decir que bebo un poco, como sabes...
– Sí, sabes acabar con
los margaritas.
– Me gusta la sal, pero
las drogas son otra cosa. Y él se enfadaba cuando yo le decía que no...; me
llamaba Nancy Reagan, ¿puedes creerlo? Y me lastimaba de forma horrible.
– Bueno, al menos lo largaste.
– De hecho, se largó él.
– ¿Encontró a otra chica?
– No exactamente. Tomó un montón de
pildoras y se emborrachó una noche y se quedó dormido en la cama con un
cigarrillo encendido. Estaba tan borracho y colocado que se quemó la mayor
parte del cuerpo antes de despertar.
– ¡Jesús!
– Jesús no tuvo nada que
ver..., excepto tal vez en el hecho de que sobreviviera. Quemaduras de tercer
grado en el noventa por ciento del cuerpo, dijeron los médicos. Dicen que es un
milagro que esté vivo. Si se puede llamar vida a lo que está haciendo.
– Pero ¿ qué...?
– Oh, no queda mucho. Es como un
muñón vivo de tejido cicatrizado. Parece que está fundido. Ya no puede andar.
Apenas puede hablar. No puede mover más que dos o tres dedos de la mano
izquierda, y sólo un poquito. Algunos amigos que le conocían dicen que lo tiene
bien empleado. Y es lo que digo yo. De hecho, se lo digo en la cara un par de
veces a la semana cuando le visito en el hospital.
– ¿Tú... le visitas?
–
Claro. No puede alimentarse y las enfermeras agradecen la ayuda. Así que voy de
vez en cuando y le doy de comer. ¡Oh, cómo lo odia!
– Apuesto a que sí,
sobre todo después de la forma en que te trató.
– Oh, no es eso. Me aseguro
de que lo odie. Verás, le pongo cosas en la comida y le hago comerla. Ayer
mismo le metí una cucaracha viva en una cucharada de puré de patatas. Se la
metí en la boca y le hice masticar. Crunch-crunch, ñam-ñam, crunch-crunch.
Tendrías que haber visto las lágrimas..., como un bebé grande. Y entonces
yo.... ¿Eh? ¿Qué te pasa? Se te ha pasado el entusiasmo. ¿Qué pasa con...? Eh,
¿adónde vas? Empezábamos a pasarlo bien... Eh, no te vayas... Eh, Bob, ¿qué he
hecho mal?... ¿Qué he dicho?... ¡Bob! Vuelve y... Juro..., juro que no
comprendo a los hombres.
F. Paul
Wilson